Leamos el 18 de julio en medio de una memoria que aspira a ser censura histórica
Lo malo que tienen los aniversarios es que al final toca escribir sobre la fecha para más de un medio. Debo haber escrito algunas decenas de artículos sobre una de esas fechas claves de la Historia de España -permítame la Real Academia de la Lengua utilizar las mayúsculas ahora que está proscrito utilizar las mayúsculas iniciales para subrayar las cosas importantes-, me refiero a la del 18 de Julio. Al hacerlo en las páginas de La Nación no se necesitan grandes explicaciones, porque el lector ya conoce el significado de aquel lejano día de 1936 -ochenta años hace-. Sin embargo, más allá, tengo la impresión de que un porcentaje muy alto de los españoles no sería capaz de identificar correctamente la fecha del otrora festejado Alzamiento Nacional.
Recordemos que, aún antes de la promulgación de la mal llamada Ley de la Memoria Histórica, convertida, ya por aceptación del PP de la legislación sectaria del PSOE, en ley de consenso -no pocos alcaldes del PP compiten con los de la izquierda en retirada de nombres de calles y plazas-, el 18 de Julio quedó reducido a un simple golpe de estado protagonizado por ambiciosos generales contra ese ejemplo de la democracia que fue la II República; manipulando la realidad, fue condenado en el Parlamento por todo el arco parlamentario. Hecho sin parangón político posible, porque el entonces rey, Juan Carlos I, lo fue en virtud de la legitimidad del 18 de julio -véase su discurso de aceptación ante Franco-, y porque el actual sistema político nace a partir de las propias leyes franquistas que basan su legitimidad en el significado y la razón del 18 de julio. Dejemos a un lado la entusiasta participación en la sublevación del 18 de julio y en la guerra en el bando nacional de la familia Borbón, encabezada por Alfonso XIII y secundada por don Juan de Borbón mientras vivían felices y contentos en la Italia fascista (cosas que los monárquicos y Ansón prefieren olvidar).
Afortunadamente aún no es delito contradecir la versión oficial -ya veremos lo que dura- y podemos detenernos en la fecha. No lo digo yo, lo decía José María Gil Robles, líder de la democracia cristiana de los años treinta: simplemente media España no se resignaba a morir. Media España se sumó fervorosa, de forma activa y no pasiva, a un mal planificado golpe militar en el que casi nada salió bien y que, probablemente, de no contar con la participación de Franco hubiera sido aplastado por el gobierno aunque hubiera engendrado, eso sí, con toda probabilidad, una cuarta guerra carlista.
A pocos interesa hoy recordar -es lo malo que tienen los cuentos, que chocan con la realidad- que el proclamado pero no real "golpe de estado" de julio de 1936 contó con el apoyo de todas las fuerzas políticas que no eran de izquierda. Y a los primeros que no les interesa recordarlo es a los dirigentes de los herederos sociológicos de esas fuerzas políticas. Para que el lector pueda trazar un paralelismo, es como si hoy el teórico "golpe de estado" hubiera sido apoyado por el PP, Ciudadanos y el nacionalismo burgués catalán de CDC, junto con otros minoritarios, lo que suma más del 50% de los votantes de las últimas elecciones. Falangistas, monárquicos, carlistas, derechas autoritarias, democristianos, republicanos conservadores, católicos sin partido, republicanos de centro... todos dieron su apoyo a la sublevación militar y se sumaron militántemente a ella. No era pues cosa de unos cuantos ultras golpistas. Y no fue solo un pronunciamiento de sus dirigentes sino la participación activa de decenas de miles de sus militantes y el apoyo sociológico que representaban. ¿Había tantos golpistas?, o mejor dicho: ¿por qué se pretende borrar de la memoria la realidad reseteando las mentes? La respuesta es simple, porque quienes apoyaron y/o se sumaron a la sublevación, a la rebelión, lo hicieron porque asumían que la II República, en manos de los partidos del Frente Popular, lo que hoy serían PSOE, IU, PODEMOS, Esquerra..., había dejado de ser una democracia, vulneraba y pisoteaba sus derechos, conculcaba la libertad, había dejado de ser un régimen constitucional en el que la izquierda aprovechaba los huecos de la ley para promover un auténtico golpe institucional, proscribía a la oposición el derecho a gobernar aún cuando fuera el partido mayoritario... había perdido toda legitimidad.
A menudo se olvida -ingenuo soy, se debe leer se oculta- que Franco, con una zona menos poblada tuvo que movilizar menos reemplazos que la república frentepopulista para sostener la guerra, que las milicias nacionales encuadraron para el combate a unos 250.000 voluntarios y que muchas unidades regulares fueron completadas o creadas con voluntarios (véase el incremento de banderas de la Legión). Aquellos hombres y el entusiasmo que la causa despertaba eran lo que Gil Robles llamó "el pueblo del movimiento". Así pues, se pongan como se pongan, la realidad es la que es: puede que en su planteamiento Mola y los generales sumados asumieran un "golpe de estado", pero su fracaso engendró el Alzamiento Nacional o como apuntaba Ricardo de la Cierva un auténtico levantamiento civil y popular. Evidentemente, reconocer esto provoca un cortocircuito en la nueva historia oficial, porque abre las dudas con respecto a la legalidad y la legitimidad de la república frentepopulista de 1936. El concepto no es el mismo: no es igual hablar de "golpe de estado" o "golpe militar" que de sublevación civil, alzamiento o movimiento nacional -así se consideraba en el XIX por ejemplo la sublevación de mayo de 1808 contra los franceses-. No es lo mismo, porque el primer concepto es el que permite sostener el mito de la izquierda del ejército contra el pueblo -básico en la nueva ideología guerracivilista impulsada por Rodríguez Zapatero y que hoy está en el discurso socialista, comunista o podemita- y el segundo lo destruye. El primer concepto ofrece una interpretación simple para los manuales de historia aderezada con su igualación al fascismo; el segundo, provoca preguntas en las mentes críticas: ¿cómo es posible que en una democracia como la actual -según se dice-, incluso más perfecta, media población no sólo apoye un "golpe de estado" sino que se sume voluntaria y masivamente al combate? ¿Alguna razón les impulsaría a ello?
Ahora bien, conviene no obviar que el 18 de julio, contemplado en su globalidad, es un hecho revolucionario. Tan revolucionario como lo fue la proclamación de la República de 1931. Una vez rotos los diques son precisamente los rebeldes, los sublevados políticos y civiles, los que impulsan la creación de un nuevo orden distinto al de la república de 1931. La primera pretensión de restaurar el orden, básica en todo "golpe militar", es pronto superada. Aparece entonces, aunque subyace en algunos de los discursos del 17-19 de julio, la idea del para qué al mismo nivel que la de por qué.
Lo que podríamos denominar como la ideología o el programa del 18 de julio, que naturalmente se va conformando entre 1936 y 1937, que es fácil de identificar en su evolución analizando los discursos de Franco, que a la vez son resumen, síntesis y expresión de las propuestas ideológicas de los grupos políticos, primero partidos y luego corrientes, de la España nacional, engendra el discurso del Nuevo Estado en un tiempo en el que la democracia liberal estaba muy lejos de contar con la aquiescencia popular. Lo interesante es subrayar que en ese discurso subyace una interpretación estructural de las causas profundas del conflicto, del porqué se ha llegado a la guerra, que yo cifraría en dos: primera, el fracaso de la clase política -algo que hoy asumen no pocos historiadores a la hora de explicar el porqué de la quiebra de 1936-; segunda, la ausencia de justicia social, la miseria y la podredumbre, los salarios injustos y la explotación, las enormes desigualdades sociales... todo aquello que impulsó a buena parte de la otra media España a apostar por la revolución marxista que preconizaban el PSOE, el PCE y el POUM o la anarquista que, naturalmente, tampoco eran compatibles con la democracia liberal. De ahí que desde las primeras semanas el discurso del 18 de julio asuma que es necesaria una profunda transformación social, porque esta, conforme se vaya haciendo realidad, permitirá superar las diferencias y recomponer el tejido social de España que es lo que, en definitiva, acabó haciendo y consiguiendo el régimen de Francisco Franco.
Nota: Artículo realizado para La Nación de julio 2016
Recordemos que, aún antes de la promulgación de la mal llamada Ley de la Memoria Histórica, convertida, ya por aceptación del PP de la legislación sectaria del PSOE, en ley de consenso -no pocos alcaldes del PP compiten con los de la izquierda en retirada de nombres de calles y plazas-, el 18 de Julio quedó reducido a un simple golpe de estado protagonizado por ambiciosos generales contra ese ejemplo de la democracia que fue la II República; manipulando la realidad, fue condenado en el Parlamento por todo el arco parlamentario. Hecho sin parangón político posible, porque el entonces rey, Juan Carlos I, lo fue en virtud de la legitimidad del 18 de julio -véase su discurso de aceptación ante Franco-, y porque el actual sistema político nace a partir de las propias leyes franquistas que basan su legitimidad en el significado y la razón del 18 de julio. Dejemos a un lado la entusiasta participación en la sublevación del 18 de julio y en la guerra en el bando nacional de la familia Borbón, encabezada por Alfonso XIII y secundada por don Juan de Borbón mientras vivían felices y contentos en la Italia fascista (cosas que los monárquicos y Ansón prefieren olvidar).
Afortunadamente aún no es delito contradecir la versión oficial -ya veremos lo que dura- y podemos detenernos en la fecha. No lo digo yo, lo decía José María Gil Robles, líder de la democracia cristiana de los años treinta: simplemente media España no se resignaba a morir. Media España se sumó fervorosa, de forma activa y no pasiva, a un mal planificado golpe militar en el que casi nada salió bien y que, probablemente, de no contar con la participación de Franco hubiera sido aplastado por el gobierno aunque hubiera engendrado, eso sí, con toda probabilidad, una cuarta guerra carlista.
A pocos interesa hoy recordar -es lo malo que tienen los cuentos, que chocan con la realidad- que el proclamado pero no real "golpe de estado" de julio de 1936 contó con el apoyo de todas las fuerzas políticas que no eran de izquierda. Y a los primeros que no les interesa recordarlo es a los dirigentes de los herederos sociológicos de esas fuerzas políticas. Para que el lector pueda trazar un paralelismo, es como si hoy el teórico "golpe de estado" hubiera sido apoyado por el PP, Ciudadanos y el nacionalismo burgués catalán de CDC, junto con otros minoritarios, lo que suma más del 50% de los votantes de las últimas elecciones. Falangistas, monárquicos, carlistas, derechas autoritarias, democristianos, republicanos conservadores, católicos sin partido, republicanos de centro... todos dieron su apoyo a la sublevación militar y se sumaron militántemente a ella. No era pues cosa de unos cuantos ultras golpistas. Y no fue solo un pronunciamiento de sus dirigentes sino la participación activa de decenas de miles de sus militantes y el apoyo sociológico que representaban. ¿Había tantos golpistas?, o mejor dicho: ¿por qué se pretende borrar de la memoria la realidad reseteando las mentes? La respuesta es simple, porque quienes apoyaron y/o se sumaron a la sublevación, a la rebelión, lo hicieron porque asumían que la II República, en manos de los partidos del Frente Popular, lo que hoy serían PSOE, IU, PODEMOS, Esquerra..., había dejado de ser una democracia, vulneraba y pisoteaba sus derechos, conculcaba la libertad, había dejado de ser un régimen constitucional en el que la izquierda aprovechaba los huecos de la ley para promover un auténtico golpe institucional, proscribía a la oposición el derecho a gobernar aún cuando fuera el partido mayoritario... había perdido toda legitimidad.
A menudo se olvida -ingenuo soy, se debe leer se oculta- que Franco, con una zona menos poblada tuvo que movilizar menos reemplazos que la república frentepopulista para sostener la guerra, que las milicias nacionales encuadraron para el combate a unos 250.000 voluntarios y que muchas unidades regulares fueron completadas o creadas con voluntarios (véase el incremento de banderas de la Legión). Aquellos hombres y el entusiasmo que la causa despertaba eran lo que Gil Robles llamó "el pueblo del movimiento". Así pues, se pongan como se pongan, la realidad es la que es: puede que en su planteamiento Mola y los generales sumados asumieran un "golpe de estado", pero su fracaso engendró el Alzamiento Nacional o como apuntaba Ricardo de la Cierva un auténtico levantamiento civil y popular. Evidentemente, reconocer esto provoca un cortocircuito en la nueva historia oficial, porque abre las dudas con respecto a la legalidad y la legitimidad de la república frentepopulista de 1936. El concepto no es el mismo: no es igual hablar de "golpe de estado" o "golpe militar" que de sublevación civil, alzamiento o movimiento nacional -así se consideraba en el XIX por ejemplo la sublevación de mayo de 1808 contra los franceses-. No es lo mismo, porque el primer concepto es el que permite sostener el mito de la izquierda del ejército contra el pueblo -básico en la nueva ideología guerracivilista impulsada por Rodríguez Zapatero y que hoy está en el discurso socialista, comunista o podemita- y el segundo lo destruye. El primer concepto ofrece una interpretación simple para los manuales de historia aderezada con su igualación al fascismo; el segundo, provoca preguntas en las mentes críticas: ¿cómo es posible que en una democracia como la actual -según se dice-, incluso más perfecta, media población no sólo apoye un "golpe de estado" sino que se sume voluntaria y masivamente al combate? ¿Alguna razón les impulsaría a ello?
Ahora bien, conviene no obviar que el 18 de julio, contemplado en su globalidad, es un hecho revolucionario. Tan revolucionario como lo fue la proclamación de la República de 1931. Una vez rotos los diques son precisamente los rebeldes, los sublevados políticos y civiles, los que impulsan la creación de un nuevo orden distinto al de la república de 1931. La primera pretensión de restaurar el orden, básica en todo "golpe militar", es pronto superada. Aparece entonces, aunque subyace en algunos de los discursos del 17-19 de julio, la idea del para qué al mismo nivel que la de por qué.
Lo que podríamos denominar como la ideología o el programa del 18 de julio, que naturalmente se va conformando entre 1936 y 1937, que es fácil de identificar en su evolución analizando los discursos de Franco, que a la vez son resumen, síntesis y expresión de las propuestas ideológicas de los grupos políticos, primero partidos y luego corrientes, de la España nacional, engendra el discurso del Nuevo Estado en un tiempo en el que la democracia liberal estaba muy lejos de contar con la aquiescencia popular. Lo interesante es subrayar que en ese discurso subyace una interpretación estructural de las causas profundas del conflicto, del porqué se ha llegado a la guerra, que yo cifraría en dos: primera, el fracaso de la clase política -algo que hoy asumen no pocos historiadores a la hora de explicar el porqué de la quiebra de 1936-; segunda, la ausencia de justicia social, la miseria y la podredumbre, los salarios injustos y la explotación, las enormes desigualdades sociales... todo aquello que impulsó a buena parte de la otra media España a apostar por la revolución marxista que preconizaban el PSOE, el PCE y el POUM o la anarquista que, naturalmente, tampoco eran compatibles con la democracia liberal. De ahí que desde las primeras semanas el discurso del 18 de julio asuma que es necesaria una profunda transformación social, porque esta, conforme se vaya haciendo realidad, permitirá superar las diferencias y recomponer el tejido social de España que es lo que, en definitiva, acabó haciendo y consiguiendo el régimen de Francisco Franco.
Nota: Artículo realizado para La Nación de julio 2016
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