¿DE VERDAD SON CUARENTA AÑOS SIN FRANCO?
¡España, 40 años sin Franco! Esa era la idea primigenia de este artículo adaptándonos a lo pedido, pero como prólogo, después de ver las portadas dela finos de los periódicos o a artículos referidos al cuarenta aniversario de la muerte de Franco, ahora que ya no es el "anterior Jefe del Estado", de asomarme a la idea del diario El Mundo de vestir a un señor mayor, con cierto parecido, de Francisco Franco y pasearlo por Madrid y, sobre todo, con la memoria personal viva, como escritor y comentarista, de gran parte de estas cuatro décadas, casi me tendría que preguntar: ¿De verdad son 40 años sin Franco?
A veces el comentarista, el escritor, el lector atento de nuestra realidad, tiene la impresión de que muchos, especialmente los antifranquistas retrospectivos, todavía no han digerido -pensar que lo ignoran sería un exceso- que Francisco Franco falleció en una cama de la Seguridad Social -creada para los trabajadores por él mismo- hace cuarenta años. Raro es el día que su nombre no sale a colación en tertulias, artículos, debates y hasta forma parte de las campañas políticas como si aún formara parte de nuestra realidad -ahí está el no debate sobre la falsaria "memoria histórica" de la actual-. Más allá del recurso al insulto, porque al final Franco es presentado como el arquetipo de la derecha reaccionaria que vive en el PP y hasta como peligroso socialdemócrata o socialista -así lo definió la señora Aguirre-, algún psicólogo debería plantearse estudiar lo que podríamos denominar el complejo ante el franquismo.
En este ambiente, no sin curiosidad, hemos visto en la España de los recortes en los derechos laborales como no pocos han difundido por ahí listas con los beneficios sociales instaurados durante el régimen de Franco, para sonrojo de los que aplican a los mismos la tijera (Marcelino Camacho llegó a decir que con el Estatuto de los Trabajadores, allá por los inicios de la Transición, los trabajadores habían perdido muchos de los derechos logrados en el franquismo). O, ya puestos, en el colmo de los dislates, afirmar que el deseo de muchísimos españoles de tener una vivienda propia es una herencia del pensamiento fascista y retrógrado del franquismo, porque lo moderno y lo social es vivir de alquiler. Por no mencionar, cuando alguien ante el drama de los desahucios a las familias lo ha recordado, que estaba prohibido que se embargara la vivienda familiar. O que en esta España actual las colas ante los comedores sociales -la mayoría por cierto vinculados a la Iglesia Católica- son una realidad al igual que las chabolas, cuando el régimen franquista los redujo hasta su casi inexistencia.
Hasta hace relativamente poco era suficiente con recordar que España accedió a la democracia para acallar cualquier voz crítica ante la realidad social, para ocultar los errores y para, llegado el caso, convertir lo negativo en positivo. Como si la Transición, que hace mucho tiempo que se cerró, y los sucesivos gobiernos que han estado en el poder desde 1977, no tuvieran nada negativo, nada censurable o nada oscuro que recordar y todo fuera bonito y de color de rosa. Hasta la inmaculada figura, tejida a través de la propaganda oficial y oficiosa, del sucesor a título de rey de Francisco Franco, Juan Carlos I, ha dejado de gozar del consensuado aprecio público (lo que le llevó a la abdicación), siendo ampliamente cuestionada, no siéndolo más por el manto de silencio y autocensura con el que se ha acabado cubriendo su vida como regio jubilado; blindado aún por sus silencios y por el escudo de haber sido el artífice del régimen constitucional nacido en un diciembre de 1978. Sería imposible en este breve artículo con sentido de ensayo, con la necesaria precisión en la argumentación, con los datos en la mano, recorrer estos cuarenta años dejando constancia, con la profesionalidad del notario, de todo aquello que queda en la trastienda de estos cuatro décadas, pero sí al menos podemos dar unas breves pinceladas que queden como testimonio.
Más separatismo, más independentismo.
Resulta tentador, dada la situación en la que como nación nos ha acabado colocando el desarrollo del sistema engendrado por la Constitución de 1978, fundamentado en el catastrófico título VIII, responsable final de que hoy nos encontremos ante un proceso secesionista abierto en Cataluña de cuyas consecuencias seremos víctimas todos los españoles, volver la vista atrás para recorrer lo acontecido desde un 20 de noviembre de 1975.
Nadie va a negar que en 1975 existieran nacionalistas e independentistas y terroristas que aunaban el marxismo, el nacionalismo y el independentismo. Los había entre las oligarquías políticas burguesas en Cataluña y en el País Vasco, los había en sectores de la izquierda radical y no tradicional que andaban influidos por el marxismo revolucionario sesentero, pero no tenían el aparente amplio respaldo popular que hoy tienen. Ahí están las encuestas de opinión. El independentismo que nos ha puesto de cara ante un proceso de ruptura de la nación española era sociológicamente muy reducido en 1975 y en los primeros años de la Transición. No es producto de ningún movimiento pendular en respuesta al centralismo del régimen de Franco. ¡No! Ha sido creado artificialmente, hinchado, desde arriba, merced a la decisión suicida de los gobiernos socialistas y populares de entregar a los nacionalistas los mecanismos de propaganda, control y educación, pero también los financieros con los que ha creado una importante red clientelar corrupta, con ellos y desde el poder se ha creado la masa independentista que hoy no se puede negar que exista. Es la renuncia política al mantenimiento y difusión de la idea y el concepto de España de todos los gobiernos desde 1977 la que ha permitido que aparezca esa base social independentista que es producto del régimen de 1978.
Afortunadamente el terrorismo, tras décadas de sangre, ha dejado de actuar en España. Esperemos que para siempre. Pero no está de más recordar que en 1975 las organizaciones terroristas estaban prácticamente desarticuladas y que revivieron merced a los errores de la Transición. Una Transición y un régimen al que entonces molestaban los muertos y los enterraba en silencio, aunque ya al filo del siglo XXI cambiara el tercio para recordarlos como víctimas al tiempo que, finalmente, se plantea hoy, abiertamente, una especie de punto y final que permita a los terroristas no cumplir íntegras sus condenas y dejar sin resolver unos doscientos asesinatos cada vez más molestos para el poder.
La factura.
¡Cuánto hemos cambiado los españoles! ¡Ya somos modernos y disfrutamos de una situación de riqueza sin par en nuestra historia! Claman una y otra vez a derecha e izquierda del arco político-mediático. Cierto, el progreso es inherente al paso de los años salvo catástrofe; se han modernizado infraestructuras, pero también despilfarrado el dinero en obras tan megalómanas como inútiles (aeropuertos sin aviones, autopistas sin coches, autopistas sin terminar, pabellones para no se sabe qué cosas ) y tenemos más coches, más carreteras, más aviones, más teléfonos que en 1975. Pero eso no es más que una percepción vital. Lógica, pero percepción.
En 1975 la mayoría de los televisores no eran en color y hoy lo son, no había teléfonos móviles y hoy tocamos a dos o tres por cabeza, solo habían dos cadenas de televisión y hoy tenemos para dar y regalar (anotemos que la cantidad no es sinónimo de calidad). Y ya puestos a recordar, si, como nos contaban los antifranquistas retrospectivos de finales de los setenta, hasta con el apoyo de algún hoy ilustre profesor universitario, don Francisco esclerotizaba a la oposición y acababa con las protestas y las manifestaciones poniendo un partido de fútbol a la semana y alguna corrida de toros -lo que dejaba en muy mal lugar a los opositores al franquismo y su conciencia y entrega a la causa-, ahora tenemos fútbol todos los días de la semana (a veces más de un partido) con lo que deduzco que la necesidad de anestesiar al personal debe ser mayor hoy que entonces.
Eso sí, una cosa son las percepciones y otra las realidades. Lo cierto es que desde el punto de vista económico la Transición, con una pésima gestión económica, supuso un atraso, una ruptura con los ritmos de crecimiento y modernización de los años sesenta y principios de los setenta. Aunque los errores comenzaron a acumularse allá por 1974, cuando los reformistas del franquismo comenzaron a mirar hacia el día después y preferían no entrar en el tema económico por su posible coste político, atrasando la necesidad de iniciar los ajustes y cambios que el modelo industrial y la distribución del PIB español demandaban tras quince años de crecimiento continuo ante la nueva realidad económica que se iba dibujando y el tiempo de cambio en los sectores industriales que se estaba produciendo. Los datos son los datos y lo que mide el índice económico de un país es la comparativa. España fue en los años sesenta y principios de los setenta la octava potencia industrial y hoy andamos situados sobre el puesto 12. Visto así es un retroceso, aunque, para ser ecuánimes, debemos subrayar que la incorporación de otras economías que no contaban en aquellos años nos situaría en una situación casi equivalente. Lo que no se puede negar es que se desaprovechó el tiempo y eso provocó un retroceso en el avance hacia la convergencia con los países de la UE, de tal modo que el punto en el que estábamos situados al morir Francisco Franco no lo recuperamos hasta los años de José María Aznar, es decir a finales de los noventa.
Tampoco podemos prescindir en el recorrido de otros elementos a mi juicio importantes. El cambio socioeconómico español que arranca a mediados de los cincuenta, con sus crecimientos y con todos los errores que se quieran señalar, implicó una transformación sin igual en nuestra historia, pues condujo al país de las estructuras propias de las sociedades atrasadas a las sociedades modernizadas. La desaparición del proletariado, de los millones de jornaleros sin tierra sumidos en la pobreza y en la falta de horizontes, la aparición de un nuevo tipo de obrero industrial que cada vez se alejaba más de la idea clásica del proletariado y de una clase media en constante crecimiento, junto con el acceso a la educación, a la sanidad fueron obra de las políticas del régimen de Franco -lo que naturalmente no gusta a los antifranquistas-. El caminar hacia un PIB moderno, con un importante sector industrial, con la reducción del sector primario (más de 25 puntos entre 1950 y 1975) y el desarrollo paralelo del sector servicios nos colocó en una situación óptima para entrar en el club de las potencias industriales y aguantar los embates de la deslocalización. De haber continuado en esa senda, hoy estaríamos situados en una realidad muy distinta a la actual, con un sector industrial que debería estar sobre el 30% asegurándonos la estabilidad laboral con empleos realmente recurrentes. Pero se prefirió otra vía. Los gobiernos, ya no de la Transición sino los posteriores a 1982, escogieron otra camino, el de aceptar que el sector industrial español debía desaparecer por falta de competitividad, en vez de hacerlo más competitivo. Era la imposición externa que se cierra con la entrada claudicante en la Comunidad Económica Europea en su prehistoria y en el camino hacia el Euro después. Ello supuso, como alternativa a la aceptada destrucción de una parte del sector industrial, unas transferencias en el PIB del sector secundario al terciario que dio origen a una administración mastodóntica que ha lastrado y lastra el desarrollo económico (ahí está el origen de la hiperinflación del funcionariado o, básicamente, del personal contratado debido a la puesta en pie de ese agujero negro que es el Estado de las Autonomías). Se aceptó el papel de economía de servicios y no industrial a cambio de las subvenciones estructurales y de la venta del patrimonio acumulado para cubrir la deuda generada por la deficiente gestión económica hasta mediados de los noventa. Esa decisión nos condenó como nación a tener que vivir con un paro estructural elevado, con un paro que se dispara hacia niveles de más del 20% cuando la economía se tambalea. El resultado es una economía con importantes deficiencias estructurales y una abultada deuda que lastra cíclicamente el incremento real del nivel de vida entre los españoles, quebrando así algo tan básico en la idea de progreso como es conseguir que los hijos vivan mejor que los padres (mejora que por cierto fue una constante en el franquismo). No es necesario recordar que hoy se tiene la conciencia de que por primera vez los hijos vivirán peor que sus padres.
Las tendencias y los comportamientos.
Teóricamente primero, con muchísimas dificultades a la hora de hacerlo realidad por la situación y también por la resistencia de las estructuras oligárquicas, y en la praxis después, el régimen de Franco sí dejo una serie de pautas de comportamiento entre los españoles.
Clave de lo anterior es, por ejemplo, el cambio revolucionario en las mentalidades que nos lleva de casi aceptar una situación social basada en la desigualdad extrema imperante en la mayor parte de la sociedad en los años treinta a la asunción del concepto de igualdad como elemento positivo, hoy ampliamente cuestionado de forma directa o indirecta por todo el arco político que va desde el centro a la derecha, son excluir algunos de los sectores de eso que se llama la ultraderecha.
Ese cambio revolucionario de mentalidad impulsó el camino hacia el igualitarismo real, hacia la reducción progresiva de las desigualdades sociales con la expansión al compás de la educación y la sanidad, de la redistribución social de la riqueza. Esto es una constante en el discurso programático de Franco que se acentúa, conforme se hace posibilidad, a partir de los años cincuenta. Desde mediados de los noventa lo que se está produciendo en España es lo contrario: el incremento constante de la desigualdad social. Ahí están las estadísticas de la pobreza o de la caída de los niveles salariales que acrecientan la desigualdad invirtiendo la tendencia. El modelo educativo del franquismo, que consigue a finales de los sesenta que todos los niños en edad escolar puedan incorporarse a la escuela, que reduce constantemente los niveles de analfabetismo y que diseña un modelo educativo (Ley de 1970) acorde con el cambio que se está produciendo en el país, es el que permitirá el acceso masivo de los jóvenes al Bachillerato y a la Universidad, en un continuo crecimiento que llega hasta la Transición y que crea eso que se llamó la generación JASP (Joven Aunque Sobradamente Preparado). En la actualidad ese modelo, en vez de continuar expandiéndose, ha quebrado y nos encontramos con un sistema que deja en el camino a porcentajes elevadísimos de estudiantes y que ha creado eso que se llaman los ni-nis. Básicamente por dos razones: por un lado, la Educación se ha transformado en una pieza de transformación ideológica de la sociedad -la ingeniería social de la izquierda-; y por otro, porque los valores educativos del esfuerzo y de su consideración como elemento para la creación de futuro se han subvertido.
La sociedad deconstruida.
Lo que más distante resulta cuando nos situamos ante los dos polos de estos cuarenta años son los componentes morales de la sociedad. El régimen de Franco se caracterizó por su catolicismo y por la recatolización de la sociedad -lo que hoy es presentado como un paradigma negativo-. El actual régimen se caracteriza por la descatolización de la sociedad. Hoy el catolicismo no pasa de ser en la vida pública un referente cultural sin ningún peso moral, sin ningún tipo de influencia real; es más, para muchos, aún siendo católicos de bautismo, práctica o de adscripción a alguna "asociación", constituye un lastre. La sociedad española, en líneas generales, a través de la ingeniería social, no es que se haya secularizado sino que se ha hecho laica y, por ello, comienza a ser no neutral sino refractaria e incluso contraria al hecho religioso católico (hasta tal punto que favorece el multiculturalismo religioso, básicamente al Islam, como arma para debilitar el catolicismo). El nihilismo, el hedonismo y el consumismo han sustituido a todo lo demás y a ello se subordinan los comportamientos sociales. Frente a ello florece un falso discurso sobre la falta de valores, pues se trata de palabras huecas, de valores sin contenido.
El franquismo mantuvo un modelo social basado en la familia cristiana y en ello fue radical, lo que ahora es presentado como negativo. Hoy ese modelo se considera periclitado. La familia cristiana es solo un modelo familiar y no el más importante para los gobernantes. La aprobación del divorcio en España abrió el cambio. Hoy tenemos varios modelos de familia, incluyendo los homosexuales, que tienen igual consideración y los mismos derechos, cuando no se aplica lo que se viene a denominar la discriminación positiva. Si las políticas natalistas, las ayudas a la natalidad, caracterizaron al régimen de Franco, estos cuarenta años han estado marcados por las políticas antinatalistas directas o indirectas, lo que nos ha conducido a una crisis demográfica y al envejecimiento progresivo de la población. El culmen ha sido la legalización del aborto, con unas cifras reconocidas de abortos en España que se aproximan a los dos millones de víctimas en lo que muchos no dudan en calificar como un holocausto moderno.
La deconstrucción de la sociedad ha traído otros aspectos negativos tales como el incremento de la denominada violencia de género, los altos índices de delincuencia y el aumento de los delitos de especial gravedad. Pero también la amargura o la desazón que lleva a la aparición de los hombres sin atributos. En esta sociedad deconstruida el enemigo parece seguir siendo el catolicismo y sus valores de ahí ese laicismo radical que hoy es una realidad y que quiere borrar tradiciones y vestigios. Ese que prohíbe Belenes, símbolos religiosos en cementerios o tanatorios y que aspira a poner fin a las procesiones de Semana Santa.
Punto y seguido.
Sería prolijo y muy largo tratar de reflejar en unos pocos párrafos todos esos errores o diferencias entre la España de 1975 y la España de 2015. Hay cosas que no es necesario ni explicar porque están presentes cada vez que abrimos un periódico o escuchamos una tertulia. Todo un libro se podría escribir sobre la etiología de la corrupción. Hasta Paul Preston, notorio antifranquista profesional, ha tenido que reconocer, pese a la insistencia machacona durante décadas en sentido contrario, que la corrupción actual, que es o ha sido -aunque esto último esté por ver- sistémica, es mucho mayor, sin parangón posible, en el actual sistema político y que en esta la izquierda tiene las manos manchadas. Pero no es menos cierto que hasta hace muy poco esto ha importado muy poco a los españoles.
Naturalmente, alguien podría objetar que todo lo dicho está muy bien, pero que en el fondo en 1975 había una dictadura y hoy tenemos una democracia, aunque con muchos defectos, hasta tal punto que ha provocado más que el desencanto la desafección. Y ante ello sobran los argumentos.
Ahora bien, lo que difícilmente alguien podría pasar por alto es que a la altura del final de 2015 bien pudiera ser que la gran resultante de estos cuarenta años transcurridos no fuera otra que el fin de España como nación y de la igualdad entre los españoles, perdiendo estos en el camino no pocos derechos sociales y a casi dos millones de españoles a los que se negó con la ley en la mano la posibilidad de haber podido llegar a ser eso, españoles.
Nota: recuperó este artículo que publiqué hace unas semanas para su edición digital,