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CATALUÑA NO ES EL PROBLEMA, EL PROBLEMA ES ESPAÑA

Me sorprende sobremanera que ante la tormenta perfecta desatada, una vez más, por el separatismo pocos hayan reparado en la sincronía que históricamente se produce entre los períodos de crisis de la identidad nacional, con la pérdida de la idea y el concepto de España, conjugados casi siempre con la crisis social y económica, con la eclosión de unos nacionalismos decimonónicos que explotan hasta el paroxismo las dialécticas del enemigo como elemento reafirmante de una falacia que de lo contrario contaría con pocos seguidores.

Vivimos en medio de la vorágine de una crisis política, económica e institucional, producto de los errores de la clase política que ha gobernado España en los últimos treinta años. Acción que ha dado nuevos bríos a las tendencias divergentes que durante siglos se han enfrentado a las tendencias convergentes a lo largo de la historia de España. Y lo que la historia nos dice es que la convergencia nos ha llevado a épocas de desarrollo y la divergencia a épocas de conflicto y crisis. A mayor divergencia mayor catástrofe.

Estas tendencias divergentes han estado siempre vinculadas a la defensa del privilegio frente a la comunidad; han sido convenientemente azuzadas por los elementos aristocráticos primero y por los oligárquicos después para cubrir con ello el privilegio o su deseo de control social y político. La última encarnación de esas tendencias divergentes, surgidas bastardamente en el siglo XIX, cubiertas con la idea errónea de la nación liberal, del nacionalismo romántico, han sido los nacionalismos que cobraron importancia a finales del siglo XIX y no antes. Nacionalismos burgueses, conservadores, cuya palabrería sólo servía para ocultar la defensa de los intereses económicos de los grupos privilegiados; pero que supieron extender a las bases populares las bases de los inexistentes agravios como elemento de atracción y como forma eficaz de responsabilizar a otros de los fracasos propios. Bastaría con repasar el apoyo de parte de los sectores industriales catalanes al nacionalismo en el último tercio del XIX para poder así mantener los aranceles y proteger una industria que prefería el mercado cautivo a la modernización. Sin esos apoyos el nacionalismo no hubiera pasado de los anaqueles, los panfletos y los vómitos de los descerebrados de turno; como le hubiera pasado al luteranismo de no haber contado con el apoyo de los príncipes alemanes en su deseo de tener la justificación para dejar de rendir pleitesía al emperador.

Ahora bien, en el caso del nacionalismo=separatismo actual, igualdad que es imposible disociar porque todo nacionalismo es por propia definición separatista, porque aspira a ser nación libre y soberana, es necesario subrayar como hecho determinante su sobredimensión por el abandono del proyecto convergente por parte de quienes aparentemente entienden que la nación es una, independientemente del grado de descentralización de su organización territorial. Es la renuncia progresiva a ese proyecto convergente, que ha brindado a España épocas de prosperidad, la que nos ha conducido a la situación actual. Algo por otra parte lógico, porque al confundir Estado/Nación/Patria, al asentar la idea y el concepto de España en los márgenes conceptuales del liberalismo; al convertir la Patria y la Nación, España, en un contrato que es fruto del voto (patriotismo constitucional); al aceptar que los elementos identitarios de la nación -error común en muchos de los  que se presentan como patriotas o como nacionalistas identitarios- son los conceptos del nacionalismo decimonónico (raza, cultura, religión, lengua, territorio…) y no la idea-concepto de España como unidad de destino e historia; al aceptar y elevar a rango constitucional la idea de que tenemos varias naciones dentro del Estado español y que por tanto esas naciones pueden aspirar a ser estado, en vez de mantener la igualdad España=nación=estado; al integrar en su discurso, a causa de la creación de un engendro denominado Estado de las Autonomías, por su propia evolución, como si fuera un Saturno devorando a sus hijos, las fuerzas divergentes, el resultado no podía ser otro.

En la España actual existen corrientes de opinión que defienden que para salir de la triple crisis que nos acosa (política, económica e institucional) es preciso volver a poner en valor la convergencia frente a la divergencia; poner fin o redefinir en sentido convergente el Estado de las Autonomías; dar al Estado mayor capacidad de actuación poniendo en marcha un proceso de recentralización política y económica; difundir la idea y el concepto de España más allá de una marca económica o un suspiro levantado por unos éxitos deportivos que pueden ser efímeros; redefinir el discurso de los partidos nacionales que reduzcan al nacionalismo a sus dimensiones reales, poniendo fin a la política de cesión que durante treinta años han practicado con igual frescura tanto el PP como el PSOE y, sobre todo, acabar con un discurso en el que sólo existe la divergencia, radical o moderada, absoluta o de componenda del “nada es inamovible y todo se puede mejorar” de la señora Sánchez-Camacho.

La política de la cesión, la política del pacto, la política de la proscripción de la idea-concepto de España, la política del Estado sin fin que es el Estado de las Autonomías, nos ha conducido al callejón sin salida que la burguesía catalana y vasca, conservadora, apoyada por una izquierda que ansía la proscripción de la idea y el concepto de España, ha planteado un órdago a la grande, llevando a España al caos al sumar a la crisis económica la evidencia de que existe una crisis política de difícil solución.

Y ante esta situación, ante las declaraciones cobardes de “territorios libres”, ante la convocatoria de un ilegal referéndum, ante el deseo evidente de que la divergencia forme parte de ese discurso único y políticamente correcto, sólo cabe una respuesta: la firmeza. Por ello estimo que el problema no es Cataluña, o mejor dicho esa minoría secesionista aupada sobre una corriente nacionalista artificialmente creada desde el poder y la cesión por treinta años de propaganda unidireccional, el problema realmente es España, o más concretamente la pérdida en el discurso de la idea y el concepto de España.

Las piezas se han situado cuidadosamente sobre el tablero en una partida en la que por torpe que sea la maniobra del contrario se le dejan los huecos para que pueda llegar al jaque. Y mucho me temo que lo único que hará el gobierno, tal y como ha sucedido en los últimos treinta años, será sacrificar piezas esperando que la partida se alargue hasta la eternidad para mantenerse en el poder a cualquier precio, aunque éste sea el final de España como nación.

Así pues, mientras se reclama la independencia y se saca la gente a la calle, que por mucha que salga solo es una fracción de Cataluña, se piden millones para que el gobierno de la Generalidad no naufrague víctima de su incompetencia; mientras se reclama lo máximo lo que se busca es que se le de un pacto fiscal, y existen voces nacionales, a ambas orillas del espectro político, que lo ven factible como solución de compromiso… Un órdago a la grande para conseguir una nueva cesión y seguir conformando artificialmente la nación soñada.

Frente a ello bastaría con que el gobierno en vez de pensar en términos electorales lo hiciera en términos nacionales para frenar esta escalada, bastaría con recuperar de forma inmediata el delito de convocatoria de referéndum y advertir que se está dispuesto a aplicarlo; bastaría con que el Delegado del Gobierno en Cataluña obligara a poner la bandera de España en los ayuntamientos separatistas; bastaría con que el gobierno de España iniciara el  proceso de disolución de las corporaciones que han declarado sus municipios “territorios libres y soberanos”… pero para ello sería necesario que el gobierno de verdad creyera en España como unidad de destino e historia y no como resultado de lo que dice una constitución que en su desarrollo ha convertido España en un galimatías.

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